
Celebración de la voz humana/2
Tenían las manos atadas, o esposadas, y sin embargo los dedos
danzaban, volaban, dibujaban palabras. Los presos estaban
encapuchados; pero inclinándose alcanzaban a ver algo,
alguito, por abajo. Aunque hablar estaba prohibido, ellos
conversaban con las manos.
Pinio Ungerfeld me enseńó el alfabeto de los dedos, que en prisión
aprendió sin profesor:
- Algunos teníamos mala letra- me dijo-. Otros eran unos artistas de
la caligrafia.
La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que
uno, que cada uno fuera nadie: en cárceles y cuarteles, y en todo el
país, la comunicación era delito.
Algunos presos pasaron más de diez ańos enterrados en solitarios
calabozos del tamańo de un ataúd, sin escuchar más voces que el
estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores.
Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa
soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a
través de la pared. Así se contaban sueńos y recuerdos, amores y
desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían
certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas
de esas que no tienen respuesta.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la
voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por
las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque
todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que
merece ser por los demás celebrada o perdonada.





